Cansada de posar
No soportas la soledad, porque es en esos breves momentos en que nadie te habla, cuando casi te ves obligada a escucharme. Y no quieres hacerlo, desde hace más de seis años, desde aquella tarde en que escapé de tus labios en forma de un grito enloquecido que te llevó en pocas horas, de la mano de tus padres, al siquiatra.
Entonces las citas, los tratamientos, las medicinas. La voz del médico hablando en términos que aún no comprendías: meleril, fluoxetina. Te diste cuenta pronto de que las personas te trataban de un modo distinto, como a una copa de cristal de baccarat, como a una caja de explosivos peligrosos, y entonces, tuviste miedo. Quisiste evitar el rechazo, y descubriste que la única manera era fingirte normal.
Paso por paso, lo fuiste logrando. Los médicos afirmaron que el tratamiento funcionaba maravillosamente, mejor que en ningún otro paciente. La vida en casa volvió a la apacible cotidianidad. Habías logrado lo que querías: encerrarme en lo más hondo de tu oscuro interior, ahogarme en el silencio de tu negación. Entonces, bam. La muerte de tus padres, y la infinita, inmensa, insoportable soledad.
Los escasos parientes que te quedaban, casi completos desconocidos, te vigilaron un poco, sólo un poco. Te diste cuenta de que esperaban verte enloquecer, y fingiste con más fuerza que nunca. Entonces te dejaron en paz, y tú te fuiste a otra ciudad, conseguiste un abundante trabajo, una escasa paga, una habitación inhabitable y una vida. Sólo te quedó seguir fingiendo, pretender que no existo. Pero estoy aquí, a tu lado, siempre, y tú lo sabes muy bien.
Me odias, lo sé, con toda la intensidad de que eres capaz. Pero tenemos tantas cosas en común: ambas detestamos las torpes caricias de tus amantes, ésos que aceptas para no dormir sola noche tras noche. A ambas nos saca de quicio tu jefe, ese tipo asqueroso que te mira con lascivia las piernas cada vez que te das vuelta. Ambas extrañamos nuestro hogar, ése que ya no existe. La diferencia es que tú gimes, sonríes y contienes las lágrimas, siempre fingiendo, mientras yo grito, dentro de ti, y tú intentas aparentar que nada ocurre.
Me odiaste siempre, porque sientes temor a la locura, porque no aceptas que la real soy yo, que tú eres falsa. Tú eres ahora sólo esa máscara que muestras al mundo, esa mujer ficticia, eternamente cansada de posar. Mientras yo, la verdadera yo, desnuda y sin disfraces, esconde su rostro, forzada por tu afán de ser normal.
Durante todos estos años has seguido visitando a los médicos –son otros, pero para ti son los mismos- y gastando pequeñas fortunas en esas pastillas que te ordenan tomar. La amarilla, la rosa, la blanca. Las que me hacen dormir agazapada en el fondo de tus ojos, hasta que pasa el efecto de la droga y regreso, y regresas, y sientes de nuevo ganas de matarme.
Ahora, finalmente, ha llegado el momento. Tendida de ese modo en la cama, pareces dormir; cada vez más pálida, cada vez más fría, abandonándote dócilmente a la nada. Sobre la mesilla de noche, el frasco de las píldoras blancas yace vacío. Sé que restan apenas minutos antes de que todo acabe, así que aprovecho estos escasos instantes en que no puedes hacerme callar, para decirte todo lo que me ha quedado sin decir.
Siempre supe que morías por matarme. Pero jamás pensé que tuvieras el valor.
Entonces las citas, los tratamientos, las medicinas. La voz del médico hablando en términos que aún no comprendías: meleril, fluoxetina. Te diste cuenta pronto de que las personas te trataban de un modo distinto, como a una copa de cristal de baccarat, como a una caja de explosivos peligrosos, y entonces, tuviste miedo. Quisiste evitar el rechazo, y descubriste que la única manera era fingirte normal.
Paso por paso, lo fuiste logrando. Los médicos afirmaron que el tratamiento funcionaba maravillosamente, mejor que en ningún otro paciente. La vida en casa volvió a la apacible cotidianidad. Habías logrado lo que querías: encerrarme en lo más hondo de tu oscuro interior, ahogarme en el silencio de tu negación. Entonces, bam. La muerte de tus padres, y la infinita, inmensa, insoportable soledad.
Los escasos parientes que te quedaban, casi completos desconocidos, te vigilaron un poco, sólo un poco. Te diste cuenta de que esperaban verte enloquecer, y fingiste con más fuerza que nunca. Entonces te dejaron en paz, y tú te fuiste a otra ciudad, conseguiste un abundante trabajo, una escasa paga, una habitación inhabitable y una vida. Sólo te quedó seguir fingiendo, pretender que no existo. Pero estoy aquí, a tu lado, siempre, y tú lo sabes muy bien.
Me odias, lo sé, con toda la intensidad de que eres capaz. Pero tenemos tantas cosas en común: ambas detestamos las torpes caricias de tus amantes, ésos que aceptas para no dormir sola noche tras noche. A ambas nos saca de quicio tu jefe, ese tipo asqueroso que te mira con lascivia las piernas cada vez que te das vuelta. Ambas extrañamos nuestro hogar, ése que ya no existe. La diferencia es que tú gimes, sonríes y contienes las lágrimas, siempre fingiendo, mientras yo grito, dentro de ti, y tú intentas aparentar que nada ocurre.
Me odiaste siempre, porque sientes temor a la locura, porque no aceptas que la real soy yo, que tú eres falsa. Tú eres ahora sólo esa máscara que muestras al mundo, esa mujer ficticia, eternamente cansada de posar. Mientras yo, la verdadera yo, desnuda y sin disfraces, esconde su rostro, forzada por tu afán de ser normal.
Durante todos estos años has seguido visitando a los médicos –son otros, pero para ti son los mismos- y gastando pequeñas fortunas en esas pastillas que te ordenan tomar. La amarilla, la rosa, la blanca. Las que me hacen dormir agazapada en el fondo de tus ojos, hasta que pasa el efecto de la droga y regreso, y regresas, y sientes de nuevo ganas de matarme.
Ahora, finalmente, ha llegado el momento. Tendida de ese modo en la cama, pareces dormir; cada vez más pálida, cada vez más fría, abandonándote dócilmente a la nada. Sobre la mesilla de noche, el frasco de las píldoras blancas yace vacío. Sé que restan apenas minutos antes de que todo acabe, así que aprovecho estos escasos instantes en que no puedes hacerme callar, para decirte todo lo que me ha quedado sin decir.
Siempre supe que morías por matarme. Pero jamás pensé que tuvieras el valor.
Comentarios
Me gusta lo que escribes...no sé...desencadenó en mi algo (no te vayas a asustar que no es nada pasional o cosas por el estilo ja ja ja!)
Siempre he tenido mucho amor por la literatura y por ende, a uno le lama la atención escribir, pero me dí cuenta, en este momento, que estoy tan imerso en mi trabajo y en mi cotidianeidad, que he abandonado una de mis más enormes pasiones!.
Espero sacar el tiempo necesario para poder seguirte leyendo y distrayéndome un rato. Sabes... le podrías dar un poco mas de desarrollo y sería un buen cuento corto.
salud y gracia