No era la luz
Este cuento ya se encuentra publicado en Ficción Breve Venezolana, pero me gustaría tenerlo aquí, y quién sabe, quizás alguien lo lea y hasta le guste. Así que acá lo dejo.
No era la luz
En la vacía inmensidad de su cama matrimonial, Eugenia da vueltas a un lado y al otro, se cubre la cara con la almohada y refunfuña.
A punto de asfixiarse, aparta la almohada con furia. La luz del porche de una casa vecina se cuela por la ventana, y, golpeándola en el rostro, no la deja dormir. En medio de su frustración, Eugenia intenta determinar hacia qué vecino debe orientar su ira. Si la luz es de los Carnevalli, han de haber olvidado apagarla. Si pertenece, en cambio, a los Martínez, es otra cosa: han de estar sentados en el porche, charlando, bebiendo, o jugando cartas –quizás todas las anteriores- y por ende, Eugenia siente que el impedirle conciliar el sueño, tiene algo de adrede, que incrementa su rabia.
Decide que la luz proviene del porche de los Martínez, que son, por supuesto, unos desconsiderados –y si no lo eran, acaban de pasar a serlo, por obra y gracia del insomnio de Eugenia-. Los Martínez, como es lógico, siempre fueron amigos de Alberto –los desconsiderados se entienden entre sí, piensa- y se alinearon en su bando cuando ocurrió el divorcio. Desde entonces, no la invitan a sus reuniones; ni siquiera la saludan al encontrarla en la calle. Como si hubiera sido culpa mía, piensa Eugenia, y se da vuelta de nuevo en la cama.
Si se apoya sobre el costado izquierdo, la luz no le da en el rostro. Pero no puede dormir sobre ese lado, simplemente no puede; encontrar una posición cómoda le es imposible. Después de diez años de dormir del lado derecho de la cama, sobre su costado derecho, mirando hacia la ventana, no ha podido recobrar la naturalidad de dormir sola; aún siente que algo restringe su libertad de extender su cuerpo sobre el enorme colchón king size.
Intenta no mirar hacia la ventana. Más allá de los pies de la cama, la luz alcanza a iluminar débilmente el rincón del clóset, donde un par de zapatos de mujer –zapatos cerrados, negros, de tacón alto- reposan, solitarios. Eugenia no puede evitar pensar que hace apenas un par de años, los zapatos que había siempre en ese rincón eran zapatos de hombre, y cómo ella se quejaba todo el tiempo de que Alberto no los guardaba donde correspondía. En el transcurso del tiempo, ha dejado de importarle semejante detalle, -principalmente porque si los zapatos se encuentran ahí es porque ahí los ha puesto ella- pero en aquel momento, en aquellos tiempos de escrutadora vigilancia, todo constituía una señal evidente de la falta de consideración, del desamor, del progresivo abandono de Alberto.
De una u otra manera, todas estas pequeñas cosas –los zapatos abandonados en el rincón, el lavamanos sucio después de afeitarse, los platos sin fregar, los aniversarios olvidados- se iban aglomerando en una mucho mayor, en una enorme muralla que fue construyéndose entre los dos, mientras se acumulaba el rencor, la rabia, dentro de Eugenia, que parecía perseguir motivos para recriminarle a Alberto cada minucia cotidiana.
Eugenia se llenaba de odio. Alberto se alejaba. Cada vez estaba menos en casa, cada vez llegaba más tarde, le dirigía la palabra cada vez menos. Llegaron a no hablarse, no como producto de alguna pelea, de una guerra de hielo, sino como consecuencia lógica de su prolongado alejamiento. Entonces Eugenia quiso el divorcio. Él no se negó a dárselo, pero sí a la separación de bienes. Lo quería todo. Hubo que recurrir al litigio. Fue largo, agotador y doloroso, pero al final Eugenia obtuvo lo que le correspondía. Sin embargo, aún no he logrado que pague la pensión alimentaria para Carolina, piensa Eugenia, virándose boca abajo y hundiendo el rostro en las almohadas.
Siente el cansancio clavándose en los hombros, en el cuello y en la parte baja de la espalda. La tirantez en su nuca no le permite quedarse en la posición adquirida. Se da vuelta hacia la derecha, pensando en Carolina y en lo difícil que fue lidiar con ella durante el proceso de divorcio. Aún no es fácil. Piensa en Carolina, que está esa noche en casa de una amiga; pero sobre todo piensa en Alberto, y siente una molestia que sube desde la boca del estómago, una oscura molestia por su irresponsabilidad, por no ser un buen padre para Carolina, por no haber sido jamás un buen esposo.
Eugenia cae boca arriba, con la mirada fija en el techo. Entrecerrando los párpados, coloca ambas manos detrás de la nuca e intenta liberar la tensión acumulada en sus hombros y su cuello. La imagen de Alberto sigue fija en su mente. No el Alberto con el que me casé, piensa, a ése ya no lo recuerdo. Pero sabe que miente, que ambas flotan en su cabeza como fantasmas: ese hombre joven, gentil y fuerte, que la hacía sentirse segura, y que fue dando paso a un tipo, incompetente como marido, desconsiderado y egoísta, del cual se vio forzada a divorciarse. No puede evitar sentir rencor por ese hombre, que al final resultó un completo desconocido, que la dejó sola en un matrimonio fracasado.
Eugenia se frota los párpados y las cejas, adoloridas por el cansancio y el estrés. Abre los ojos, y se da cuenta, de que hace más de media hora que los vecinos apagaron la luz. Sólo el débil destello de la luna cae pálidamente sobre las paredes y los objetos. Fijando la mirada en la profunda oscuridad del techo de la habitación, Eugenia no puede sino aceptar, vencida, que esa noche, ya no podrá dormir.
(La imagen, de FaythlessPhotograpy, en DeviantArt)
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