Fragmentos de algo que pretendo que algún día sea una novela


Desde el asiento trasero del taxi, ella contemplaba las gotas de lluvia golpear la ventanilla, dibujando ríos improvisados que corrían vidrio abajo hasta desaparecer de su vista. La noche lavada daba una apariencia especial a las luces de la ciudad y a los faros de los autos que pasaban a su lado, esa atmósfera melancólica que siempre es propicia para los recuerdos dolorosos.

Sentía ganas de llorar y quería culpar a la lluvia. De un tiempo a esta parte, le causaba una indefinida sensación de rabia esa necesidad frecuente de llorar; la hacía sentir débil y le recordaba la prepotencia con que, en los últimos tiempos, él la dejaba sola cuando comenzaba a perder los estribos, diciéndole en tono seco Llorar no resuelve nada, o cuando estaba más irritable, Ya vas a empezar a llorar otra vez. La miraba entonces con esa mirada vacía, hueca, carente de sentimientos que ella no había visto antes -y que, de haberla visto, pensaba, quizás hubiera sido motivo suficiente para no casarse con él, pero no era cierto, se mentía; una mujer enamorada basta para engañarse a sí misma, sin que el hombre tenga que invertir en ello el menor esfuerzo-. La miraba y, dándole la espalda sin titubear, se marchaba dejándola ahogada en su propio llanto.

Alguna vez, mucho tiempo atrás, ella había sentido que a veces lloraba las lágrimas que él no podía, la tristeza que él tenía reprimida dentro de esa armadura inútil de su hombría. Pero inclusive los tiempos de la cursilería habían pasado, y era estúpido pensar en eso cuando a él su llanto lo irritaba en niveles cercanos a la violencia.

Sintió cómo las lágrimas se agolpaban en sus ojos, empañándole doblemente la vista. Contuvo la respiración en un último intento por mantener la compostura, un gesto dirigido, con toda probabilidad, más hacia el taxista que hacia sí misma. Éste ajustó el espejo retrovisor, barrió el espacio tras su espalda con una mirada -hacía como si no se diera cuenta, pero Amelia estaba segura de que sabía que lloraba- y subió un poco el volumen de la radio. Desde las bocinas, Oscar D'León cantaba:

llorarás y llorarás

sin nadie que te consuele

y así te darás de cuenta

que si te engañan, duele...

Amelia, en un solo movimiento de conciencia, pensó y dejó de pensar en el espantoso dequeísmo de la canción. No estaba de humor para manías gramaticales. En cambio, se puso a pensar en la mujer de la historia, a quien, según el salsero, una especie de ciclo kármico la llevaría a que, en algún momento, la vida le devolviera el pago de sus acciones, le hiciera probar un trago de su propia medicina, como decían. En su caso, al que se le había devuelto el pago era a Antonio, pero al contrario de lo que afirmaba la canción, él no había derramado una sola lágrima, y, se dijo, con seguridad no le habría faltado quien lo consolara, en caso de haberlo necesitado. Se preguntó qué le habría dolido a su esposo (ex-esposo, se corrigió) de todo aquel episodio, y llegó a la rápida conclusión de que lo único afectado habría sido su ego masculino. La canción, como era obvio, había sido escrita para una mujer, pensó. O para alguien que tenga corazón, se corrigió luego. Antonio aparentemente no entraba en esa categoría.

Desde la radio, Oscar D’León proseguía con su rítmico ajuste de cuentas:

y después vendrás a mí
pidiéndome perdón
pero ya mi corazón
no se acuerda más de ti;

llorarás y llorarás
sin nadie que te consuele,
y así te darás de cuenta
que si te engañan, duele…

Amelia rió por lo bajo, con ironía. Le costaba imaginar a Antonio pidiendo perdón, aunque fuera por haberle pisado un juanete a una ancianita en la cola del banco. También, era cierto, aunque no quisiera pensar en ello, le costaba imaginar el día en que su corazón no se acordara más de él.

Miró de nuevo por la ventana, sin lograr descifrar si las gotas que nublaban su visibilidad, se encontraban en el cristal o en sus ojos.

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