Cómo -no- terminar de escribir un libro de cuentos


Suena el despertador a las cinco a.m. Es martes. Sin levantar la cara de la almohada, lo sacudes hasta que se apaga -tendrá instinto de supervivencia, supones- y te vuelves a dormir.

Te despiertas de nuevo. Son las seis y media. De "tu casa" -rincón alquilado en la casa de otro- a la universidad hay una hora, y la clase comienza a las siete y media. Físicamente imposible, pero como tú estudias Derecho, qué más da. Te levantas, te bañas y te vistes en diez minutos, agarras tu maletín, un cuaderno y tres leyes que no son las que te tocan ese día, y sales a la calle (sin maquillaje y sin peinar, por supuesto).

Llegas a la parada casi corriendo y notas que los zapatos te molestan -ya es tarde para eso-. Milagrosamente, una camioneta pasa al poco rato, y milagrosamente también te montas como puedes y te sostienes -milagrosamente- en el borde de la puerta. Mientras notas, ya sin sorpresa, que más de la mitad de los pasajeros sentados son hombres y que casi todos los pasajeros de pie son mujeres, intentas pensar el siguiente párrafo de un cuento que dejaste a medio acabar el sábado pasado, cuando te llamaron para hacer un trabajo -cualquiera-. Pero no lo logras: cada quince segundos tus zapatos -que te lastiman- resbalan en el peldaño, y el pasajero a tu derecha te aturde con su olor. Sin comentarios.

Un pensamiento se cuela en el cuento que intentabas redactar (algo relacionado con la clase del día, con el examen de ayer, con la ropa sin lavar, con el eterno problema de la promoción de graduandos) y te estropea una frase que te venía gustando. Ni modo. Olvidarse de eso por el momento.

Llegas a tu parada, caminas dos cuadras entre los comentarios soeces de policías y buhoneros, tomas otro autobús -esta vez con el escudo de la Universidad-. Llegas a tu facultad media hora tarde, y, por supuesto, el profesor no ha llegado. Piensas en sentarte a escribir, unas líneas al menos, pero tu estómago reclama y en cuanto te desvías a comprar un sándwich, dos de tus compañeras de clase se te acercan -¿estudiaste para el examen de hoy? ¿preparaste la clase? ¿viste cómo ayer se agarraron Mengana y Zutana a gritos en pleno salón?-. Tú, por supuesto, ni estudiaste, ni preparaste la clase, ni viste cómo se agarraron a gritos las susodichas. Estabas ocupada pensando el argumento de un cuento, el último cuento de un libro que no logras terminar de escribir.

Comentarios

Anónimo dijo…
Hola Marianne,
Te he estado leyendo desde hace un mes, aproximadamente. Veo que, como yo, eres nueva en esto de los blogs, y que, como yo, lo usas más como un diario público que como un simple anecdotario literario. Siento, además, que vamos caminando muy cerca, casi codo a codo, aunque ignoradas, por una senda en la que es muy fácil confundir ficciones y experiencias, y te aplaudo por eso. Hace falta gente que le falte un pelo el respeto a la autoridad que tiene la realidad. El arte es bien sabido, es la manera más sublime de hacerlo. Así que te seguiré leyendo, asomándome a tus experiencias mientras recuerdo cómo es montarse en una "camioneta" en Valencia -mi tierra natal- y no una "buseta" merideña, mi actual residencia.
Si quieres te pasas por mi blog: www.nunca-nada-no.bipolar.com.ve; te puedes pasar "sin compromiso", como dicen los buhoneros.
Nos vemos.

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