Instrucciones para llegar (viva) de Caracas a Valencia a medianoche

Te subes al metro, taxi, zapatos o cualquier vehículo automotor o de tracción de sangre que pueda llevarte hasta el terminal de La Bandera. Son las nueve de la noche. Hace horas que ha oscurecido y la ciudad te parece tenebrosa, mejor dicho, La Bandera es el infierno a las nueve de la noche.

Luego de subir y bajar y volver a subir y volver a bajar escaleras y rampas, te ubicas en la puerta donde puedes esperar hasta una o dos horas por un vehículo, cualquiera, en cualesquiera condiciones, que te lleve a tu destino (esperamos que vivo). Llega entonces uno de esos autobuses enormes, rumiantes, que llegan roncando y bostezando humo, y tras un segundo de duda (pensando si no será mejor pernoctar a la intemperie allí mismo en el infierno) te subes. Te sientas al lado de una ventana, y casi inmediatamente, a tu lado se sienta un señor que pesa doscientos kilos, ocupa asiento y tres cuartos e impregna el aire con un olor a extraña mezcla de sudor y fritanga. Miras por la ventana. Sólo miras por la ventana e intentas no pensar.

Es entonces cuando irrumpe en la noche el estruendoso sonido de una submúsica (reggaeton-vallenato-salsa "erótica", son las únicas tres opciones) y lo logras: Ya no piensas, no puedes hacerlo. Tu cerebro ha desaparecido y sólo queda en su lugar, un taladrante dolor de cabeza ocupando todo el espacio vacante en el interior de tu cráneo.

Hace frío. La ventana está rota, por supuesto, abierta, y el frío de las once de la noche te golpea el rostro con la velocidad propia de los ciento veinte kilómetros por hora que alcanza el artefacto (tienes suerte: he viajado en carros por puesto que alcanzaban los ciento ochenta, y pensé que no viviría para contarlo). La "música" no se detiene, y el señor inmenso que te comprimía contra la ventanilla se ha quedado dormido, ronca y parece ocupar diez centímetros más que cuando estaba despierto. Se ha desparramado por el asiento y no tienes espacio para poner tus brazos o tus piernas.

Te dejas ir. Es mejor no pensar. Que el tiempo pase.

Son las doce y media. Divisas el peaje, el túnel de La Cabrera, luego el Big Low Center y piensas en el final de tu tortura. Los ojos se te cierran solos, las punzadas a lo largo de la columna no te permiten adoptar ninguna posición por más de tres segundos. Pero has llegado.

Buscas un taxi, de ésos tipo secuestro express (la película, quiero decir) que te cobra veinte mil bolívares del terminal a tu casa. Te parece excesivo, le preguntas a otro, que te cobra veinticinco. Te devuelves al primero.

Te quedarías dormida en el asiento trasero del auto, si no fuera porque es demasiado duro. El traqueteo y la ausencia de amortiguadores no te lo permitirían, de cualquier modo. Y está bien. Has llegado a tu casa, y estás viva. Qué más puedes pedir.

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