Agua salada

"y si llama él no le digas nunca que estoy
di que me he ido..."
(Alfonsina y el mar,
tema de Ariel Ramírez
y Félix Luna)

Él atendió el teléfono mientras ella se duchaba. Bajo el círculo de agua, menguada por el insistente ruido hueco de las gotas cayendo sobre las baldosas del baño, ella podía escuchar la voz de él, nítida y lejana, hablando con aquella mujer.
No dudó un instante de que era ella. Le conocía a él demasiado bien el giro de la voz, el matiz distinto, más suave, más dulce; lo conocía demasiado bien porque lo usaba también cuando era ella -cuando soy yo- la que lo llamaba. Sintió el sabor metálico de la sangre en su garganta, y el ácido y amargo de las lágrimas agolpándose entre los ojos. Se dijo, con rabia, que no iba a llorar, y acto seguido sumergió la cabeza bajo el agua y rompió en llanto.
Bajo la ducha no oía nada. El agua entraba en sus oídos y era como escuchar el mar. Se imaginó que estaba en el mar y se dejaba llevar por las olas, sin conciencia, sin tiempo, al lecho del océano. Te vas Alfonsina con tu soledad. Bebía el agua salada que corría por su rostro y se colaba entre sus labios.
Conocía esa voz. La usaba con ambas, incluso desde antes, cuando ella había comenzado a sospechar. Recordaba habérselo reclamado, cambias la voz cuando ella te llama, y él, mirándola al fondo de los ojos con esos ojos suyos, inmensos, negros, le decía que no tenía idea de qué le hablaba, que eran imaginaciones suyas. Imaginaciones suyas. Y ella, a medias, le creía. Pero no podía creerle. Porque conocía esa voz, porque era la misma con la que atiende el teléfono cuando yo le llamo.
Llorando aún, se frotó con espuma de jabón los senos, las caderas. Algo no estaba bien. Oía al fondo la voz, el timbre distinto, y se negaba a distinguir las palabras. Pero su cerebro iba siempre dos pasos delante de ella, y reconstruía en su mente la mitad de la conversación que no estaba escuchando. Ella, al otro lado de la línea, le dijo "te amo". Él contestó "igual".
Se frotó de nuevo con espuma los senos, las caderas. Odió a su mente por pensar demasiado, por saber que esos labios y esa lengua que decían "igual", cinco minutos antes jugaban al trapecista en sus pezones, a la cuerda floja un poco más abajo. La odió a ella por tonta, por ser tan tonta como ella misma, por no saber. Porque se sabía -a ambas-, piezas intercambiables del mismo rompecabezas. Igual de tontas.
Se sumergió de nuevo bajo la ducha, dejando que el jabón se deslizara piel abajo por su cuerpo de sirena suicida. Hubiera querido sentirse sucia, ser capaz de sentirse mal por lo que estaba haciendo, pero no le alcanzaba la conciencia y se sabía -se creía- malvada, en el fondo, por ello, del mismo modo en que es malvado un niño que roba una fruta, o mata un animal, y con las manos ensangrentadas ríe su travesura sin remordimientos. ¿Cuál de las dos era peor? Aquella mujer le había arrebatado su amor, su vida, su futuro. Ella, en cambio, era ahora partícipe, cómplice, autora intelectual de ese gran engaño, aún sabiendo que la primera engañada era ella misma.
Aún lloraba. Se lavó la cara pero las lágrimas no se detuvieron. Cerró la llave, se rodeó el cuerpo desnudo con una toalla y se sentó en el suelo. No podía salir aún. Los ojos hinchados, enrojecidos. Él estaba afuera, esperándola.
Su cerebro -siempre dos pasos adelante- le dijo que sólo era un pequeño hámster en un laberinto que quizás no tuviera salida.

Comentarios

dijo…
Siempre te leo, hoy me decidí a escribirte.
La historia es tan triste y tan cierta.
La vida tiene esas cosas, la vida da y quita sueños, amor. Nos pone en situaciones como la de esa mujer, que ya no sabe si es ella o un animalito perdido entre tanto dolor.
Un abrazo

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