Tu olor


Dejé abandonado el blog por toda la Semana Santa, y por ello, les dejo aquí un cuento algo largo (para lo acostumbrado): para reivindicarme con ustedes. Sean pacientes.

Tu Olor


En la calle donde asisto al curso me asalta de repente tu olor. No soy tonta, te conozco lo suficiente para saber que no estás, pero ese aroma, que me cubre de repente con su ráfaga en los lugares más inusitados, reconforta y abraza, y me brinda el milímetro de paz que necesito para sobrevivir al día de hoy.
Si hay una calle impropia para albergar tu olor, es ésta. A pesar de que trabajaste aquí, en el mismo lugar en que hoy voy al curso, esta callejuela estrecha y empinada que se sobresatura del sol en horas pico, no se parece, no puede parecerse, a tu mirada amplia y acogedora, tan llena de mundos y de silencios. Esta calle es un mediodía despoblado en un trozo colonial de ciudad. Tu mirada es una tarde lluviosa llena del canto de los pájaros y del olor a tierra mojada… melancólica y dulce, como sólo tú puedes serlo.
Dejo mi humanidad cansada en el suelo terracota del pasillo donde esperaré a mi instructor, que nos ve siempre con esa cara de saberse todas las respuestas. Hoy nos hablará seguramente de la felicidad, que él parece creer, que se mide con cifras y por medio de tests, y vuelve a vernos, con esa cara de perro domesticado a quien la locura no le ha despeinado un pelo de su brillante calva. El pobre, es bueno y es joven… la idiotez no es intencional, me digo, y lo escucho con esa sonrisa que tanto te molesta porque eres el único que distingue los bordes por los cuales la adhiero a mi rostro inexpresivo y cansado.
Siempre pensé que esta casa sin espejos tenía algo de extraño, quizás porque las casas coloniales que son convertidas en dependencias con oficinas me recuerdan a mi antiguo liceo, y me hacen pensar en generaciones de personas que hicieron sus vidas en estos pasillos en que hoy se reúnen veinte o treinta desconocidos a esperar que un señor con cara de perro les hable de la felicidad. Entretanto, sólo se escucha en la distancia el fuerte acento de la profesora chilena dando su curso, y el ruido lejano de los autos en la calle. Y tu olor envolviéndolo todo, y nadie más lo siente sino yo. Quizás las demás personas también sienten la presencia del tiempo y del pasado, y por eso respetan este silencio denso, forzoso, pesado, que recubre la casa sin espejos.
El silencio es violento e incómodo, y siento cómo el tiempo transcurre lentamente mientras aumenta esta sensación de vacío, de necesitar algo que no sé qué es, que no sé dónde buscar, que no sé si existe. No recuerdo la última vez que decidí levantarme, ir a clases, verte… desde no sé cuándo el tiempo trascurre llevándome consigo, decidiendo por mí. Hay que ir a clases, tengo examen hoy, hay que hacer el curso o no paso de año, hay que ir al dentista, pagar las facturas, hoy no te puedo ver, estás trabajando… Y ya es de noche, hay que dormir, y volver a despertar, porque el reloj lo dice…
Tu olor se ha ido. La luz del aula tiene aroma a muerte. Es esa luz agónica que adquieren los cuartos cuando se está cuidando a alguien en sus últimas horas. El perro calvo y amaestrado que es mi profesor está hablando, no sé de qué ni me importa. La sien derecha me palpita insistentemente, con un ritmo que me recuerda a las marchas de instrucción premilitar en bachillerato. Afuera comienza a llover fuertemente, las paredes del aula son de cristal, y observo la lluvia mientras el perro ladra y no me importa. No traje paraguas. Ni siquiera puedo, como antes, tomar la decisión de no abrir el paraguas y meterme en la lluvia de cabeza, bailar bajo ella, con ella, y que la gente piense que estoy loca. Tendré que mojarme en la actitud de derrota que adquiere aquel a quien un día lluvioso lo encontró en la calle sin paraguas, porque ni siquiera puedo decidir.
La lluvia huele a ti, o es que tu olor ha regresado. Ese olor a tierra mojada, la tierra del jardín de la profesora chilena, es idéntico a tu mirada dulce y taciturna…, y tu olor me envuelve de un modo casi insoportable, va metiéndose por mis poros hasta casi marearme, no me deja respirar… sé que no estás aquí, pero quiero hundirme en ti, en tu olor, hasta dejar de respirar…
No estás aquí, lo sé. O quizás no lo sé, sólo lo lamento. ¿Hace cuánto no estás? No sé si eso lo decidimos así o si el tiempo fue llevándote como a mí, hasta alejarte de un modo inexorable, si intentamos evitarlo y no lo logramos, o si acaso no nos dimos cuenta… Ni siquiera sé si fue el tiempo lo que te alejó, o si fue mi locura que no pudiste evitar, que no pudiste ahuyentar, si no soportaste saber que veía cosas donde no estaban, que las sombras me atormentaban por las noches.
No pudiste evadir mi locura, ahuyentarla, minimizarla, ni aun protegerme ni protegerte de ella. Allí estaba, allí está, aunque no sea material es tangible, veías el pánico en mis ojos, el miedo a las cosas cotidianas, la inmensa paranoia que me producía comprar un fósforo, los interminables debates internos antes de decidirme a entrar a un local, los inacabables ensayos mentales antes de dirigirle los buenos días a alguien o hacerle una pregunta de rutina. Ensayos una y otra vez de un guión mental cambiándole una palabra cada vez, sintiendo que de ello dependía mi seguridad. No pudiste evitar que siguiera usando máscaras para todo y con todos, máscaras que sólo tú veías y sentías y te dolían, y que para los demás representaban mi normalidad, mi pasaporte al mundo común de los cuerdos. No pudiste, quizás no quisiste, querías aceptarla como parte de mí sin pensar que acabaría tragándome. Quizás aún no lo piensas.
Pero hoy no estás, no puedes protegerme de los autos en la calle, cuando cruzo sin ver y sin que me importe, no puedes protegerme de los bordes cortantes de las cosas ni de los precipicios, no puedes protegerme del frío ni de mí… Y tu olor sigue colándose y adhiriéndose a mi piel, a mis huesos, a mis cabellos, me cubre y me envuelve, y aunque ya estoy en la calle y la lluvia ha empapado mi ropa y mi cuerpo, tu olor aún me da vueltas hasta marearme, hasta casi no dejarme respirar.
Y no estás, no estás, no estás, quisiera llorarlo o gritarlo, dónde estás para protegerme de ti, de mí, de la lluvia… y la lluvia se confunde con mi llanto incesante y amargo.
Desde el puente se ve la ciudad pero hoy la cortina de la lluvia no deja ver más allá de diez metros. Debe ser el asfalto, pero la lluvia ya no trae olor a tierra mojada, sino a muerte… Como una niña, me sujeto de las barandas del puente y meto mis pequeños pies entre las balaustradas. Miro el agua pasar bajo mis pies y los pequeños estallidos de cada gota de lluvia al caer en el río.
Se hace tarde y el tiempo me llevará de la mano, porque el reloj indica que es hora de tomar un bus e ir a casa, que luego será hora de comer, hora de estudiar, hora de dormir y de volver a despertar y tomar otro bus… Pero yo quiero verte, sentir cómo tus brazos me rescatan con su fuerza y me traen a la vida de nuevo, a la vida que ya no tengo fuerzas de vivir… miro hacia abajo, hacia arriba, y al agua de lluvia acercarse a mi cuerpo…
No pensé terminar así. Bajo mis pies, olor a muerte. Sobre mi piel, olor a ti.
(Del libro inédito Partes de un cuerpo por construir)

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