Año bisiesto
Sin embargo –y es un sin embargo que le duele, como una herida abierta- ella vive con la ambigüedad de saber que el tiempo no sobra, que no sobra ni un solo segundo de vida, que todo vale tanto; y de sentir que le sobra todo el tiempo, toda la vida, todos los instantes de ojos abiertos mirando transcurrir la existencia, todos los anónimos rostros atendidos, las minúsculas prisas cotidianas, las tareas transitorias y urgentes de su inútil trabajo de reparar fallas menores en un sistema que está a punto de venirse abajo. Le falta todo el tiempo del mundo. Le sobra todo el tiempo del mundo. Es lo mismo. Es decir que daría lo mismo morirse esta noche o vivir hasta los trescientos cuarenta y cinco años, que todo daría igual, porque jamás podrá vivirlo todo y de cualquier modo siempre sentirá que no ha vivido nada, por la sencilla razón de que ella no sabe vivir.
Sigue, por eso, transitando al borde del estrés, corriendo tras la aguja del reloj, apagando pequeños incendios que –a veces piensa- podría dejar extinguirse solos y quizás nadie se daría cuenta, y entonces –la tentación- dejar de lado la manguera y el casco, sentarse al borde del camino y dejar todo el peso absurdo que lleva sobre los hombros, echarse a llorar.
Pero entonces se le ocurre que uno de esos pequeños incendios podría extenderse, ocupar un bosque, hacerse incontrolable, y –la conciencia pesa- sin remedio, comienza a correr de nuevo su carrera interminable contra el fuego.
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