Otro breve fragmento de lo que estoy escribiendo

Él acerca el rostro al de ella –que yace en la cama, de espaldas- para un primer beso, apenas el roce de los labios, que poco a poco se enlazan más profunda y más intensamente. La mano de ella se posa en su nuca y sus dedos se enroscan en la cabellera castaña de él, quien –con cuidado, como quien intenta no ser descubierto- acaricia con suavidad el hombro izquierdo de ella, deslizando uno de los tirantes de su bata hasta dejar al descubierto un compacto seno –blanco, con minúsculas pecas en la medialuna superior- y por un instante se detiene, dudando sus labios entre atrapar la boca o el pezón rosado que parece aguardarlo, expectante.

y eran sus manos cálidas, un poco ásperas al tacto pero suaves para la caricia, y eran sus labios húmedos, transitando mi cuerpo y empezando a hacerme perder la cordura

Ella –los ojos entrecerrados, la piel temblorosa y un gemido que intenta escaparse del fondo de su garganta- comienza a buscar, bajo el cuello de la camisa, la piel de su espalda. En cada nuevo sismo que estremece su cuerpo, ella se aferra con más fuerza a los hombros de él, quien ahora torna a subir de nuevo por su cuello, mientras ella toma provecho de la oportunidad para abrirse paso entre su ropa y liberarlo, y liberarse, de los obstáculos que aún separan sus cuerpos.

sentía el contacto de sus manos como llamas que se acercaban a mi piel, y el susurro de mi cuerpo llamando al suyo era ya casi un grito, una imploración

Él extiende una caricia morosa por la piel, ya desnuda, de ella, y a mitad de camino palpa el clima, cálido y húmedo, que lo espera, para recibirlo ahora, abriéndose paso en ella, lentamente y sin pausas, mientras una boca cubre la otra y las lenguas juegan a una danza mortal.

y era él en mí y yo suya, siendo suya, siendo deseada, entregándome y siendo recibida, dejándome llevar por él, que me moldeaba con sus manos, con sus labios, con su lengua, como si de arcilla me hiciera mujer

Ella cierra los ojos y se deja llevar por la danza primitiva que domina su cuerpo: el mismo vaivén rítmico de cada mujer desde el principio de los tiempos; tambores que retumban en el centro de su plexo solar y se extienden haciendo girar sus caderas. Ella no intenta controlarlas: se entrega sin pensar a la fuerza primaria que se adueña de sus movimientos.

ese sonido sordo, rítmico, callado, estruendoso del que se llenaba mi cabeza hasta no poder escuchar mis propios pensamientos, hasta no tener pensamientos, quizás, se iba acelerando más y más en la medida en que mi cuerpo, en que nuestros cuerpos danzaban al compás de la música que sólo nosotros podíamos escuchar

El estallido es inminente. Una fuerza los eleva de golpe, haciéndolos flotar en la nada luminosa de la inconsciencia, y luego los deja caer, exhaustos, eufóricos, con la mente en blanco y el cuerpo aún palpitando, cubierto de sudor.

en medio del aturdimiento alcanzo a buscar en mi cuerpo, exánime, restos de tu olor, como siempre, de tu olor a musgo húmedo que dejas en mi piel cada vez después de hacer el amor

Ella –la respiración aún agitada, la noche cayendo afuera como un manto- abre los ojos y se confiesa a sí misma, sintiéndose vagamente culpable, el pensamiento que acaba de cruzar su mente. A su lado, fatigado, reposa Francisco, comenzando a transitar las márgenes del sueño.



(Leer fragmento publicado con anterioridad)

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