Amar la página en blanco

No se te ocurre nada. - No es cierto. Hace meses revolotean en tu cabeza dos, cuatro, seis ideas para cuentos sin escribir. Saltan en tu cráneo, rebotan contra tu nariz al cepillarte los dientes, intentan salirse por tus oídos, buscan otras ideas y las invitan a habitar tu pueril existencia, a multiplicarse. Pero tú no escribes. No escribes porque el carro, porque el ruido, porque los niños, porque el calor. No escribes porque necesitas silencio, no escribes porque hay demasiado silencio, no escribes porque hay demasiadas ideas saltando insomnes dentro de tu cabeza. No escribes porque no has tenido tiempo, como si alguna vez hubieras tenido tiempo para escribir, como si no se lo hubieras robado siempre a otras actividades.
Ahora te sientas frente a la computadora, frente a la libreta, el cuaderno o la servilleta de un bar, y quieres escribir. Pero no puedes. Miras la página en blanco, escribes una línea, la borras, la tachas, eliminas una palabra, vuelves a escribirla. No puedes. Imposible concentrarte en una sola idea. Hay un campo, una ciudad, una mujer que se suicida, un hombre que es infiel, un taxista, un niño jugando a las metras en mitad de la calle. Hay también la lista del mercado, la cesta rebosando de ropa por lavar, las facturas por pagar que reposan a tu lado en la mesa, la fecha de entrega de aquel informe mirándote amenazante, marca roja, desde el calendario.
Entonces terminas por aceptar que no puedes escribir un cuento. Al menos, no ahora. Necesitas sacar antes toda la confusión de tu cerebro, todas esas disímiles palabras que flotan entre los apuntes desordenados de tu agenda. Depurar tu desorden, etiquetar tu caos.
Es en ese momento cuando miras detenidamente la página en blanco, surcada por tenues paralelas rosa pálido. Rozas la página con la yema de los dedos, quizás para borrar arrugas, quizás para contagiarte de su suavidad y su pureza. Sujetas tu pluma entre los dedos, en esa posición mágica, instintiva, del acto de escribir, y apoyándola en la blancura del papel, observas cómo va dejando su hermoso rastro de tinta negra, cómo va dibujando renglones de palabras, robándose la pureza, transmutando la blanca perfección de la hoja virgen, en algo imperfecto y milagroso.
Sin darte cuenta, has llenado una, dos, tres páginas con pensamientos absurdos de hermosa tinta negra. Has amado la página en blanco. La has vencido.

Comentarios

Ricardo dijo…
aun recuerdo las palabras de ese viejo artista, que entre cervezas y humo de cigarrillos nos decía, la hoja en blanco es como una mujer, debes piropearla, enamorarla, tratarla con cuidado, hechizarla y ella te recompensará con un buen dibujo, un amor eterno...

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